Nana


Son sus tripas. Esas que pisan, sobre las que se revuelcan, que levantan polvo cuando se golpean contra ellas: esas son sus tripas, su útero, su corazón. Y ahí están, sin embargo, con más movimiento que cuando llevaban todo eso puesto. Quizás las alivianó sacárselo de ahí adentro y desparramarlo por el suelo.


Pequeños objetos despiertan su interés: una galleta, la fortuna, las palmas de sus manos cuando chocan, sus propios índices capaces de tocar y dar órdenes. Tienen un cuerpo a distancia, lo experimentan como si no fuese el suyo, como si no fuesen ellas, y se disputan liderazgos momentáneos con la crueldad de grandes dictadoras.

Los cuerpitos de esas muñecas antiguas y rotosas, olvidadas y fallidamente vueltas a la vida –como un Pinocho con un Geppetto más cruel que amoroso–, encarnan la tristeza, el extrañamiento, la fascinación y el rechazo (el morbo, en fin) que muchas veces se despiertan las muñecas antiguas de vitrina, esas que normalmente no se mueven tanto, pero que parece que están a punto de hacerlo.

Ellas están a punto de otras cosas. Están a punto de hablar, de leer, de mirar el mundo con ojos claros, de tener vida; y danzan sobre esa cuerda floja de la que no se pueden bajar, ni para el lado de ser muñecas ni para el lado de ser humanas, quizás por culpa de las tripas en el suelo. Están un poco condenadas en ese limbo, un poco vivas y un poco muertas, un poco risas y un poco llantos.

Risas y llantos, a la vez, un flujo incontinente que las desborda, bocas que se abren y ojos que se cierran y todo ese aserrín, materia gris, que se les escapa en cada bostezo, en cada estornudo.

NANA
Dirección: Daniela Alejandra Cámpora 
Asistencia artística: Lila Dagna 
Intérpretes: Marina Andreotti, Rocio Bernardez, Sol Lemonni, Ines Pagnotta

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